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cynthia citlallin delgado
14.06.21
Estado de México, Mexico
Estas son las cocinas de mis abuelas, ubicadas dentro de dos casas divididas por una calle ventosa, quizá solo por nombre. Pasé muchos veranos y navidades de mi infancia entre estos hogares, cruzando una y otra vez el umbral que las dividía. La primera cocina es la de mis abuelxs paternos: Lilia, impecable cocinera, costurera y jugadora de póker bendecida por dios y la suerte, quien no tocó una baraja más después de 1980 cuando empezó a perder por que su meta – comprar, justamente, esa casa – se había cumplido y, pues, “si Dios cumple, una cumple también.” Y Güicho, vendedor de equipos médicos, quien llegó a la vida de mi padre a sus cuatro años y actuó como padre por el resto de su vida. Chistoso, leal, y cariñoso con sus nietxs, aunque entre más viejo más quejoso. La segunda cocina es la de mis abuelxs maternos: Paco Paco, artista, pintor y coleccionista accidental. Gracias a la vida empezó a hacer Tai Chi a su tercera edad y su mal humor se fue diluyendo entre gestos lentos y calculados. Un padre lo suficientemente bueno y un abuelo cariñoso, cuyos deseos de tener nietxs artistas nunca sucumbieron. Y Blanca, un caramelo de mujer, de pocas palabras pero con una sonrisa y mirada que te aseguran que todo está bien. Su alter ego, revelado hace pocos años cuando quise ayudarle con su correo electrónico, lleva el nombre de Macaria Macha, una luchadora que se traslada a la Arena en auto de carreras. Para mí mis abuelxs venían en conjunto, una especie de combo o ensamble. Nunca concebí a unxs sin lxs otros. Si visitaba a unxs, eventualmente visitaba a lxs otros. Si me aburría dibujando en el estudio de Paco Paco me cruzaba a jugar con los muñequitos de plástico que estaban resguardados en una bolsa en la alacena de la cocina de Lilia. Fue tal mi presunción de normalidad que llegué a pensar (¡Oh, inocente infancia!) que todos los abuelxs del mundo eran vecinos. Cuando empezó la pandemia, esta organización espacial fue la primera que cambió y con ella mi noción psíquica de ésta. La calle sigue ahí, y también las casas y las cocinas, pero, entre tanto y nada, las cocinas ya no se habitan igual. Ya no se ocupan a diario, se empolvan más y están mucho tiempo solas. El miedo que instauró la pandemia en todxs nosotrxs llevó a mis cuatro abuelxs a vivir cierto tipo de desplazo. Decidiendo, desde un amor de hija, empapado de preocupación y orientado por el impulso de mantenerlo vivo, la hija biológica de Güicho se lo llevó a su casa en Querétaro, mientras mis padres se llevaron a Lilia, Paco Paco y Blanca a Tepeji del Río. Los detalles de lo que pasó en el inter quizá estén de más. Es suficiente con decir que el cuidado fue tal que lograron no contraer el virus. Pero la viada de la pandemia trajo consigo el aislamiento, la ansiedad, el luto. No he dejado de pensar, tratar de imaginar, entender y sentir, lo que significan esas tres cosas en la vejez. Mis abuelos – los dos – murieron en el transcurso del año. No fue el covid en sí, pero si algo contiguo. Paco Paco sufrió un paro cardiaco, unas semanas después de regresar a su casa por primera vez después de ocho meses. Para mí esto fue ocasionado por un nivel de miedo, ansiedad y estrés que nunca antes había vivido. Güicho se dejó ir. Fue tal su tristeza y soledad que decidió, conscientemente o no (en realidad no importa), hasta dónde y hasta cuándo. Esperó a que mi abuela lo visitara una última vez y al día siguiente murió. Mis abuelas, por ahora nómadas, moviéndose de casa en casa (de sus hijxs), se quedaron sin sus compañeros de vida, sin su poder de decisión, sin sus cocinas. Sus lutos han sido tan diferentes, pero ellas se acompañan. Una amistad con origines circunstanciales, quizá, ha devenido en un acompañamiento íntimo de momentos de luto, compartiendo dolor, esperanza y, en momentos, hasta un mismo cuarto. En los días mas tristes siento que la fantasía del ensamble que para mí fueron mis abuelxs se desbarató; en los días soleados y frescos veo cómo simplemente se reconfiguró, cambió de forma. Estas cocinas, en su singularidad, me enseñan mucho sobre ese ensamble, sobre el paso del tiempo y la memoria. Y mientras se desempolvan y rehabitan, poco a poco y con diferencias, seguiré cruzando el umbral, una y otra vez.